Es
verdad: ser ético en la empresa no es fácil. Aunque, es
verdad, hay muchas empresas que tratan de portarse bien: tratan bien a sus
trabajadores, tratan de respetar el medio ambiente, cumplen con sus proveedores
(si pueden), pagan sus impuestos… No siempre actúan bien, pero procuran
hacerlo. Aunque, ya lo he dicho, no lo tienen fácil.
Primero, porque la tarea de
dirigir una empresa no se presta a florituras morales. Las decisiones son
complejas; no hay tiempo para la reflexión; la información disponible no suele
ser toda la necesaria y fiable… La competencia es intensa, a
menudo salvaje. Los mercados y los accionistas no dejan de presionar por costes más bajos y rendimientos más altos: es la
tiranía de los resultados, que obliga a cumplir los objetivos por encima de todo. Y esto vale para
el director general lo mismo que para el último empleado.
Hay incentivos perversos. A los
vendedores les pagan por hacer crecer las ventas, pero nadie les pregunta si lo
han hecho limpiamente, sin mentir al cliente, sin robarle la operación al
compañero o sin desprestigiar injustamente al competidor. Los errores son inevitables: todos los hacemos;
pero a menudo las presiones antes mencionadas nos llevan a ocultarlos o a
justificarlos, y creamos un engaño del que es difícil salir. Y luego está la trampa del éxito: si lo has probado una vez,
hay que repetirlo, aunque los medios no sean siempre los correctos.
Además, la sensibilidad moral no
suele ser elevada. Hay dificultades para reconocer el contenido ético de los problemas: ¿quién sale
perjudicado en esta decisión?, ¿cómo me afectará a mí esta mentira? Porque en
la empresa se te valora por lo que aportas, no por lo que
eres. Y está la cultura burocrática, que nos lleva a
racionalizar la conducta: los demás son malos, yo no; si el cliente es tan
tonto para creerse lo que le he dicho, merece que le tome el pelo, ¿no? Y hay
que ser leal a las prácticas de la organización, aunque sean inmorales: el que se mueve, no sale en
la foto.
Los valores se quedan en la vida
privada. La empresa es un ente amoral, éticamente neutro. En todo caso, la ética debe estar subordinada al beneficio, que
se convierte en el único criterio válido. Y la sociedad no ayuda, porque las
personas que vienen a trabajar en nuestras organizaciones son -somos-
individualistas, emotivistas, utilitaristas, relativistas y hemos perdido, en
muchos casos, el sentido de responsabilidad moral.
Y la manera como introducimos la
ética en la empresa no ayuda a mejorar el panorama. La ética ha de ser rentable; si no, no se
considera. Es, pues, un conjunto de prohibiciones, limitaciones, restricciones,
que no me dejan hacer lo que yo querría: ¿para qué sirve, pues? O es una ética
variable, la que la sociedad demanda en cada caso: lo que llamamos
responsabilidad social es, para algunos, una ética light, asequible,
que no golpea en la conciencia, sino que se limita a un conjunto de reglas, de
normas, un listado de cosas que hay que hacer, lo mismo que hay que dejar
ordenada la mesa de la oficina al marcharse: nada que me afecte en lo más
profundo. Podría seguir con ese listado de dificultades que tenemos para comportarnos éticamente en el mundo de los negocios.
Pero luego la sociedad exige cumplir las leyes laborales y de derechos humanos,
cuidar el medio ambiente, pagar salarios decentes, esforzarse por mantener
puestos de trabajo, ser transparente en las decisiones, compensar los daños
causados, dar dinero para obras sociales…
Habrá que dar más clases de ética
en la universidad, ¿no? Lo dudo: no conozco a nadie que haya mejorado su
calidad moral asistiendo a cursos de moral. La ética es para practicarla.
Y esto significa vivir las virtudes, que son las que nos ayudan, primero, a
darnos cuenta de que en una situación puede haber un problema ético; segundo, a
buscar la mejor solución, y tercero, y muy importante, a tener la fuerza de
voluntad de ponerla en práctica. Con imaginación, porque hay que conseguir
muchas cosas al mismo tiempo, encontrando una solución eficiente y rentable,
que no perjudique a la gente, que no ponga en peligro la rentabilidad de la
empresa y que consiga hacer, del que toma la decisión, una mejor persona y un
mejor profesional. Y, cuando te equivoques, pide perdón y vuelve a empezar.
No nos quejemos de que las
empresas (o los ciudadanos, o los políticos) son inmorales; todos lo somos. No acudamos al recurso cómodo de
echar la culpa a la escuela: la ética se ha de vivir primero en el hogar,
luego en la sociedad y, claro, también en el trabajo, en la empresa. Y no nos
conformemos con saber ética o con predicar la ética: por mucho que hagamos una
cosa y otra, el número de corruptos no disminuirá. Pero de esto
ya hablaremos otro día.
Fuente: IESE Insight
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