Algunas veces leyendo textos de
gente bien intencionada tengo la impresión de que, en términos generales, se tiene una visión muy limitada de la ética. Algo así como si la ética fuese “no hacer cosas malas” y nada más:
una vez asegurado que no hacemos nada malo, ya nos podemos dedicar a otras
cosas. La ética tendría como única función establecer unos límites que no deben
traspasarse, pero ahí acabaría su función.
La ética sería algo así como un gendarme, que vigila las fronteras; o un viejo cascarrabias que va recordándote siempre
lo que no puedes hacer. Una visión así de la ética, desde luego, no emociona ni
motiva a nadie.
El paradigma de esa visión, en
el mundo académico, es el clásico artículo de Milton Friedman, “The Social Responsibility of Business is to Increase its Profits”,
publicado en el dominical del The New York Times, el 13 de septiembre de 1970
(no habrá habido un artículo de un dominical más famoso que éste). Friedman
acaba su artículo citando un texto de su libro “Capitalism and Freedom”:
“hay una y sola una
responsabilidad social de la empresa –usar sus recursos y dedicarse a
actividades diseñadas para incrementar sus beneficios siempre que sea dentro de
las reglas del juego, es decir, en una competición abierta y libre sin engaños
ni fraudes” [traducción mía]
Friedman tenía muy claro que...
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la empresa debía desarrollar su actividad dentro del
respeto de las leyes y costumbres de su tiempo y de la sociedad donde actúa.
No se trata de enriquecerse a cualquier precio; hay límites que no hay que
traspasar: no se puede engañar, no se puede defraudar,…
Pero la ética es mucho más que esto. El gran principio de la ética es: “Haz el bien”. Efectivamente,
“evita el mal” es una consecuencia de ese primer principio; pero lo importante
no es “evitar el mal” sino “hacer el bien”. La ética no es un gendarme que
nos controla; es más bien un “personal trainer” que nos anima y nos empuja a
hacer las cosas cada vez mejor. A la ética no le interesa discutir
entre lo que está bien y lo que está mal (aunque esto es lo que provoque más
morbo), sino entre lo que está bien y lo que puede estar
mejor.
Cuando la ética se percibe así,
de pronto se ve toda su grandeza y todo su atractivo; y, al mismo tiempo, toda
su utilidad práctica. La ética no es una nota a pie de página, sino que está en
el centro del discurso; no es un disclaimer, sino que tiene toda la fuerza de
la argumentación. La ética no limita la acción sino que promueve
la creatividad: “¿Qué más podemos hacer que sea mejor y que nos haga mejores?”
Hace unos días Alainde Botton publicaba un artículo en el Financial Times en el
que proponía que los filósofos debían tener un sitio en los consejos de
administración de las empresas, y utilizaba argumentos semejantes. La pregunta sobre qué hace que una vida pueda considerarse una
vida buena no está tan lejos de la pregunta sobre cómo satisfacer las
necesidades de la gente. La ética –entendida desde esta forma
positiva- ayuda a enfocar los problemas desde una perspectiva nueva:
“Con una adecuada perspectiva
filosófica respecto a las necesidades de los consumidores, las empresas pueden
empezar a ver nuevas oportunidades de mercado, en vez de limitarse a jugar con
márgenes, salarios y logísticas” [traducción mía]
Ahora que empezamos un nuevo año,
propongámonos metas altas. No nos conformemos con cumplir unos mínimos; no
pongamos nuestra lucha en los límites de lo que está bien o está mal, de lo que
es legal o ilegal. Demos estos mínimos por garantizados, y pongamos nuestras energías en cómo hacer mejor las cosas, y, sobre
todo, en cómo hacer cosas mejores.
[Una versión en inglés de este
artículo fue publicada en el blog del Departamento de Etica del IESE]
Fuente: Blog de Joan Frontrodona
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