“Si no conoce el nombre de la
persona con la que quiere hablar, no le puedo pasar con ninguna extensión”. No daba
crédito a lo oído. Máxime cuando ese mismo interlocutor segundos antes me había
explicado que la persona por la que preguntaba ya no trabajaba en la compañía.
Ante mi insistencia para que entendiera la situación y “tuviera la amabilidad”
de pasar la llamada al nuevo responsable de prensa, el recepcionista se limitó
a repetir el mismo mensaje apostillado por un -a su parecer incuestionable- “es política de empresa”.
Contrariado ante tanta vehemencia decidí tirar la toalla: corría el riesgo de
que el tono empleado en las respuestas terminara por hacerme perder los
papeles, y uno ya no tiene edad.
Me ocurrió
hace un par de días haciendo unas gestiones para un reportaje. Tan solo una más
de las muchas anécdotas que cualquier profesional con muchas horas de teléfono
puede contar. Tan comunes que esa misma tarde riéndome sobre la frustrante
situación en compañía de unos colegas uno de ellos dijo: “Es que ya nadie sabe
descolgar un teléfono”.
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